Ardor guerrero, Bares de Loiola

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En uno de los bares de Loyola teníamos alquiladas taquillas, (todo el mundo lo hacía, aunque estaba prohibido desde que un comando etarra robó varias docenas de uniformes) y allí nos cambiábamos de ropa, en unos almacenes traseros a los que se había trasladado intacto el olor a calcetines y a sudor de hombres solos de los dormitorios del cuartel. Al vestirnos de paisano también nos uniformábamos, con pantalones vaqueros, zapatillas de lona, camisetas ajustadas, chubasqueros, igual que las generaciones de veteranos que nos habían precedido. Salíamos de aquel bar transfigurados, más ligeros, con una sensación eufórica de libertad en los talones, disfrutando del placer de hundir las manos en los bolsillos de los vaqueros, de caminar hacia la ciudad o subir al autobús con un sentimiento de confabulación entre pandillera y delictiva.

 

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