Ardor guerrero, Bar Moka

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Otras veces íbamos a buscar a un camello a un bar de la Parte Vieja que se llamaba el Moka. El Moka era uno de los bares más raros en los que yo haya estado en mi vida. Por lo pronto no tenía barra, sino una especie de vitrina de cajero en el centro del local, rodeada por un pequeño mostrador, dentro de la cual estaba el camarero, sirviendo cafés y cañas como si vendiera tabaco en un estanco. Todo alrededor, en el espacio poliédrico, las paredes estaban cubiertas de espejos que se repetían los unos en los otros, y en cada uno de ellos se multiplicaban las caras y las figuras de los clientes del café Moka, sus signos masónicos de reconocimiento, sus miradas de vidrio.

En el Moka el comercio invisible de la heroína era como una danza de fantasmas repetidos en los espejos, moviéndose en apariciones y huidas simultáneas, y las caras expectantes y ansiosas se duplicaban aritméticamente en un delirio visual que acentuaba el efecto del hachís y se volvía baile de vampiros por la luz fluorescente que bañaba el lugar, una luz de nevera que hacía aún más pálidas las caras más pálidas de San Sebastián y subrayaba el dibujo de las venas en los brazos, el brillo de las tachuelas y de los colgantes metálicos y el color negro de las ropas que vestían los yonquis y las yonquis, los reflejos de piel de reptil de las cazadoras y las botas de cuero de los yonquis más pijos.

El café Moka tenía en la puerta un letrero caligráfico de los años cincuenta, una dignidad ajada de espejos y mármoles que conocieron tiempos mejores: contaban que había sido un sitio de mucho prestigio en San Sebastián, una tienda de toda la vida en la que se molía para los clientes el mejor café o se les servía humeante, aromático y negro en pequeñas tazas de porcelana, pero ahora era una lonja de los venenos más letales y una ruina invadida por los primeros zombis de la década. El camarero, fortificado en su taquilla circular, hacía como que no se enteraba de nada, servía y cobraba los cafés y no miraba a nadie a los ojos ni decía más que el precio de cada consumición. Era un señor pálido, como el local y sus clientes, con una palidez contagiada por las fluorescencias de porcelana, mármol, cristal y azulejo que brillaban difundiéndose a su alrededor, con un brillo mate en la cara y en la piel de los brazos, ese brillo muerto que solía tener antes la piel de los camareros en algunos cafés demasiado sucios y antiguos en los que no entraba casi nadie, bares de paredes verdosas con pintura plástica y vasos en forma de tulipa para el café con leche.

En el Moka estábamos de paso, como todo el mundo, enseguida nos íbamos a fumar tranquilamente a las oscuridades del puerto viejo o de la plaza de la Trinidad, donde siempre había conciliábulos sigilosos de melenudos que se iban pasando sacramentalmente en la penumbra la brasa roja del porro. En la plaza de la Trinidad, tan frecuentada de camellos y drogotas, a mí me atosigaba el peligro de una redada de la policía, peligro que a mis amigos, aun siendo evidente, ni se les pasaba por la imaginación, y sobre el que yo no me atrevía a insistir mucho, por miedo a que me calificaran de cenizo o de cobarde.

Ahora comprendo que en mi calidad de fumador de hachís y huésped del hampa donostiarra yo era tan pusilánime y tan incompetente como lo había sido años atrás durante mi fugaz incursión en la lucha antifranquista, y albergaba una confusión parecida de disgusto hacia algo que en el fondo me repelía y de remordimiento por el hecho mismo de que me desagradara, a causa de lo que yo creía entonces que era una falta de coraje vital. Por entonces Manuel Vázquez Montalbán citaba mucho un mandamiento de Arthur Rimbaud según el cual había que cambiar la vida y cambiar la Historia, pero yo me sentía tan al margen de la una como de la otra, y de hecho, por no gustarme, ni siquiera me gustaba Rimbaud, ni lo entendía, y menos aquella escuela de discípulos suyos visionarios y místicos de las drogas que iba de Antonin Artaud al fraudulento Carlos Castaneda.

 

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