Una tarde, al volver Salcedo y yo de un paseo o del cine, los vimos cruzar en tromba el puente sobre el Urumea en una estampida de felicidad, gritando aire por última vez mientras arrojaban a las aguas pardas y grumosas del río los candados de los petates y las llaves de las taquillas, que iban a unirse en el limo del fondo con los candados y las llaves de todos los bisabuelos que se habían licenciado en no sé cuántos años, desde la primera vez que alguien hizo aquel gesto e inauguró aquella costumbre. Para que no nos sometieran a una última sesión de burlas consabidas Salcedo y yo nos refugiamos en un bar cuya ventana daba justo a la salida del puente: ahora me acuerdo que había una máquina de discos en la que yo ponía canciones de The Specials y de Madness, que me gustaban mucho entonces. En silencio, muy serios, vestidos con nuestros uniformes, veíamos a los veteranos que cruzaban hacia este lado del río y lanzaban al agua los candados como proyectiles o símbolos de una odiosa esclavitud, y es posible que los dos pensáramos que ellos, a diferencia de nosotros, nunca más tendrían que repetir el camino de regreso. Empezó a sonar el toque de bajada de bandera, y luego el de la oración de los Caídos, y nosotros, aunque estábamos dentro del bar, nos cuadramos instintivamente: los recién licenciados, los ex-bisabuelos, seguían corriendo y empujándose, de paisano, libres del ejército, guardando cada uno como el tesoro más preciado del mundo la cartilla que acababan de entregarle, la Blanca, el trofeo de catorce meses de encierro y de espera y el certificado absoluto de la libertad.