A primeros de diciembre, Julen abandonó la casa de sus padres. Su marcha del barrio, no del todo repentina, pues llevaba varias semanas dándole vueltas a la idea de instalarse en otra parte, la determinó un incidente que tuvo con don Victoriano, con quien se topó una mañana en el cruce de Zapatari.
Mi primo venía andando de El Antiguo a casa; al llegar a la altura del taller de carrocería de Sorrondegui, vio bajar al cura por la cuesta del asilo. En lugar de doblar la esquina hacia la carretera general, juzgó lo más razonable del mundo esperar al cura para saludarlo. A su vuelta de Francia, una de las primeras cosas que hizo fue mantener con él una larga y por lo visto grata conversación en la oficina del centro Ibai. Desde entonces no se habían vuelto a ver.
Julen se quedó parado junto a la entrada del taller con su sonrisa y sus ganas de charlar un rato con el cura, a quien profesaba un respeto rayano en la veneración. ¿Qué hace don Victoriano? Negándose ostensiblemente a contestar al saludo de Julen, pasa de largo por el borde opuesto de la carretera. A duras penas lograba mi primo contener las lágrimas en casa, cuando nos refirió la escena.
Dolido en lo más hondo, dio alcance al cura y, colocándose a su costado, le suplicó que le dijese por qué no quería hablarle, a lo que don Victoriano, sin detener el paso ni volver la cabeza, le replicó con sequedad una frase en euskera que mi primo no comprendió.