Años lentos, Trasera del centro Ibai

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Jugábamos a fútbol en una hondonada que había junto al río. Eran partidos sin árbitro que enfrentaban durante varias horas a dos muchedumbres de chiquillos; partidos que se alargaban, perdida la cuenta de los goles, hasta que la oscuridad del anochecer hacía invisible la pelota o se consumaba una deserción masiva de jugadores llamados a cenar por sus madres asomadas a las ventanas.

Con frecuencia el balón caía al río y, para recuperarlo, había que llegarse hasta la trasera del centro Ibai, a unos cincuenta metros de distancia, donde el agua se remansaba detenida por un grueso tronco atravesado en la corriente.

Una tarde de aquellas me tocó ir a buscarlo porque decía el que lo había tirado que lo había tirado yo, y eso no era verdad, pero como lo repetían unos amigos suyos y, al fin, me pareció que había un interés general por que yo fuera a buscar el balón, fui.

De vuelta, entre los arbustos de la orilla, oí que me chistaban, y al alzar la vista vi que me llamaban por señas, desde lo alto del ribazo, dos chavales mayores, amigos de Julen; uno de los cuales, señalando un Seat 600 aparcado en una fila de automóviles, frente al portal de la casa de mis tíos, me dijo con mucho misterio:

-En aquel coche hay dos secretas. Dile a tu primo que lo andan vigilando.

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