Llegamos de esta manera, tan mojado yo por el sudor como por la lluvia, al bello paseo que bordea la bahía. El mar, entonces crecido, apenas dejaba al descubierto una estrecha franja de arena. En algunas partes las olas golpeaban de lleno contra el muro. De vez en cuando un roción salía disparado hasta más arriba de la barandilla.
A Julen no le pasó inadvertido mi gesto de asombro. Esperó a que llegase a su lado y, socarrón, me dijo con estas o parecidas palabras:
-Ahí está el mar que los navarros nos quisieron robar a los vascos cuando la guerra. Cada uno venía con dos baldes y entre todos se llevaron la tira de agua.
Me preguntó si yo sabía dónde habían escondido mis paisanos el agua robada. Creyendo que hablaba en serio le aseguré que no podía estar en mi pueblo, donde ni siquiera teníamos río, pero que a lo mejor habían llenado con ella el pantano de Alloz.
Dijo él por rematar la burla:
-Te habrás acordado de traer un par de litros de vuelta, ¿eh?
-No.
-¡Qué mala gente sois los navarros!