Tiempo después, un domingo, a la salida de misa en capuchinos, adonde íbamos ahora mi tía y yo porque decía ella que o perdía de vista a don Victoriano o lo descrismaba de un garrotazo, encontramos a mi primo junto al estanque de los cisnes de la plaza de Guipúzcoa. Su madre le preguntó qué hacía allí. Él contestó que estaba esperando a un amigo. Se notaba que no le apetecía conversar. Tras despedirnos, no pude resistir la tentación de volver la mirada. Mi primo componía en aquellos momentos una imagen bastante lastimosa, la de un hombre solitario y sin oficio, y por primera vez en mi vida, yo, que lo tenía tan divinizado, sentí por él una violenta punzada de compasión.