Años lentos, Estación de Autobuses

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Pues bien, llegué a San Sebastián en un autobús que llaman la Roncalesa una tarde de principios de 1968. Acababa de cumplir ocho años. Un vecino del pueblo nos llevó a mi madre y a mí en su coche a Pamplona. En Pamplona, donde lucía el sol, no vi más agua que la que le salía a mi madre de los ojos. En San Sebastián el cielo estaba encapotado. Caía esa lluvia fina que parece que no moja, pero moja igual que todas las lluvias, conocida popularmente con el nombre de sirimiri. Viendo, dentro de una misma tarde, aquella diferencia en el aspecto del cielo, tuve la impresión de que me había ido a vivir muy lejos.

Mi primo Julen acudió a recibirme obligado por su madre. En su cara adiviné el disgusto que le producía cumplir el cometido. Llegó tarde a la parada del autobús y me dispensó una acogida por demás hostil, hasta el punto de hacerme pensar que mis hermanos se equivocaban al considerarme un niño afortunado.

Yo estaba sobre aviso de que algún pariente iría a recogerme. Menos mal, ya que sin ayuda no habría podido orientarme en una ciudad que había visitado antes una sola vez, a la edad de dos, quizá tres años, con motivo de una celebración familiar de la que nada más tenía noticia por los pocos pormenores que me había contado mi madre al respecto.

Bajé del autobús, recogí mi equipaje, los viajeros se dispersaron y yo me vi solo en la acera. Estuve esperando, sin saber a quién, durante más de media hora bajo el tejadillo de un escaparate. En mi pueblo no había por entonces nada parecido. Bueno, teníamos la carnicería de Ceferino Arrastia, con una ventana baja por la que se podían ver las piezas de carne colgadas en el interior.

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