Salí a la calle sin prenda de abrigo y con las zapatillas de casa, y a todo lo más correr que pude, pisando por medio de los huertos con pensamiento de hacer el camino más corto, me llegué monte arriba hasta la ermita del Ángel de la Guarda.
Enseguida divisé a Julen con su cuadrilla de amigos, atentos todos a un duelo jocoso de bersolaris. Viéndome llegar apurado, y quizá por otras señales de mi cara, comprendió que le traía malas noticias. Tras llevarse un dedo a los labios en demanda de silencio, me indicó que lo siguiera hasta detrás de una meta de heno, en el borde de la carretera, donde sin que nadie me pudiese escuchar, jadeante y con el corazón alocado, le conté lo que pasaba en casa y le di el dinero.
Visiblemente nervioso me susurró al oído que hiciera venir a Peio Garmendia. No sé qué hablaron los dos detrás de la meta, no volví a ver a mi primo sino transcurrido un largo tiempo, y lo último que me dijo, después de estrecharme entre sus brazos y antes de perderse de vista por la cuesta abajo en compañía de Peio Garmendia, fue:
-Txiki, eres un buen gudari. -Y, volviéndose a su amigo, agregó-: ¿A que sí?
Pero Peio Garmendia no estaba con ánimo de emociones y despedidas.
-Déjate de hostias y vámonos.
Entre temblar de frío o temblar de miedo, escogí la primera opción, y por dicho motivo no regresé a casa de mis parientes sino cuando ya el cielo era más negro que morado. Tuve la prudencia de comprobar de lejos que no quedaban furgones de la policía delante del portal.