Años lentos, Desfile de Franco

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ketari

Me viene ahora a la memoria un lunes caluroso de septiembre, por la tarde, en que volviendo del dentista con mi tía nos llegamos a la calle de Hernani a ver pasar a Franco. Mucha gente se apretaba en las aceras, tanta que nos costó encontrar un hueco, y aun mi tía, que era muy discutidora, estuvo porfiando con un señor hasta que este se dignó hacernos sitio de mala gana a su costado.

Algunas personas sostenían pancartas de bienvenida, y a cada trecho podía verse un policía con gorra de plato y cara de pocos amigos, y también en las azoteas. Numerosos vecinos de los alrededores, atendiendo a la solicitud hecha pública de víspera por el alcalde, habían adornado ventanas y balcones con la bandera de España.

A mi tía lo que la molestaba de la visita anual de Franco era que las tiendas de ultramarinos subían los precios de sus productos y en casa había restricciones de agua, decían que porque la necesitaban para lavar los caballos de la escolta del Generalísimo, aunque yo aquel día sólo vi acompañamiento de motoristas.

Fuera de esos incordios, mi tía se dejaba contagiar del fervor popular, porque es lo cierto que todos los veranos, por lo común en agosto, como usted no ignora, en cuanto fondeaba el yate Azor en la bahía la gente acudía en masa a aplaudir al viejo militar, cada año más decrépito.

Mi tía, cuando salimos de casa a primera hora de la tarde, me dijo que si me portaba bien en el consultorio del dentista, no llorando y esas cosas, me llevaría a merendar churros con chocolate. Y yo, por obtener el premio, resistí el miedo cerval que me daba el hombre de la bata blanca, a lo cual me ayudó una circunstancia, y es que en aquella ocasión no sentí dolor alguno. Al final el dentista ordenó que por espacio de dos horas yo no tomara comida ni bebida, y entonces mi tía, en sustitución de los churros, decidió llevarme a ver a Franco, que era en el fondo lo que ella estaba deseando.

Poco antes de las siete, sin necesidad de esperar mucho tiempo, vimos pasar a Franco en medio de vítores y aplausos, con uniforme blanco de la Marina y gafas oscuras, de pie en un coche negro, saludando poco a poco hacia un lado y poco a poco hacia el otro mediante insinuadas sacudidas de su mano blanda. En el asiento trasero, enjuta y sonriente con aquel rictus de calavera que tenía, iba sentada su señora, el vestido estampado y sobre el regazo un opulento ramo de flores, obsequio de la adulación local.

Cerraba el séquito una larga fila de coches cargados con toda aquella gente encopetada que Franco arrastraba de costumbre tras de sí.

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