Años lentos, Caserío Errotaburu

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Pues sepa usted que en las ocasiones especiales mi tía acostumbraba asar un pollo de caserío, y como no le gustaba que le diesen a elegir entre pocos y acaso viejos, en lugar de comprarlos en los puestos del mercado lo hacía en un caserío de las proximidades de Ibaeta, llamado Errotaburu.

Me ofreció acompañarla unas cuantas veces y por distraerme acepté. En el corral del caserío la veía discutir el precio con la casera, la una más tozuda que la otra, y no he olvidado el día en que nos marchamos sin el pollo porque entre las dos no llegaban a un acuerdo. Cuando casi habíamos terminado de bajar la cuesta, oímos que la casera nos llamaba desde arriba agitando el pollo en el aire y diciendo a gritos, en castellano defectuoso, que aceptaba la oferta de mi tía.

Los pollos los llevábamos a casa atados por las patas. Yo jugaba con ellos haciéndolos correr por el balcón. La víspera de cocinarlos mi tía les rebanaba el pescuezo en el fregadero y, cuando se habían desangrado, me dejaba desplumarlos. Esto entonces era normal y yo ni siquiera lo sentía como cruel; pero prefiero que mis hijos no lo sepan.

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