Como siempre que le imponía el castigo de encierro, mi tía Maripuy salió a buscarla a la parada del trolebús para impedir que Mari Nieves, al volver del trabajo, se entretuviera por las calles del barrio. A media tarde llegaron la madre y la hija juntas a casa, y esta se retiró sin pérdida de tiempo a su habitación, cuya ventana se abría a un pequeño terreno de hierba lindante con el río, del cual lo separaba un seto con varios huecos por los que se podía acceder al talud. Perdone estas minucias descriptivas, pero ya va a ver como no carecen de sentido.
En el terreno había un banco donde gustaban de sentarse las vecinas los días de sol. Aquella tarde lo ocuparon Begoña y cinco chavales con los que Mari Nieves se comunicaba a escondidas de su madre desde la ventana. Yo los espiaba subido a la taza del retrete, la cara oculta detrás de una maceta colocada en el alféizar del ventanuco. No podía ver a mi prima, pero sí escucharla a poca distancia. Y a los de abajo los podía ver y escuchar a mi salvo sin que me notaran.
Comían nueces de una caja de cartón, robadas en una tienda de ultramarinos. Ellos mismos lo proclamaban jactándose del hurto. Con las nueces hacían bromas y a mi prima le tiraron unas cuantas hasta su ventana del tercer piso. Mi prima empleaba las nueces para llevar a cabo no sé qué suerte de picardías; piense usted aquí lo que considere oportuno.
En cualquier caso, era de modo que los de abajo no paraban de reír y se disputaban las nueces como si lloviera dinero cuando Mari Nieves las arrojaba de vuelta a la calle. Quienes las cogían se las llevaban a la nariz y fingían desmayarse y hacían otras muchas gansadas y muecas sicalípticas. Supongo que usted me entiende.