Años lentos, Arroyo Añorga

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No me negué y fuimos, después que él me garantizara que no nos descubrirían. Seguí a mi amigo por el camino del monte hasta el borde de una pendiente desde donde se divisaba, distante unos cincuenta metros, un arroyo a la sombra de una tupida arboleda. A la orilla de un remanso se abría un claro de hierba en la espesura.

Sentados en el suelo, los allí reunidos jugaban a dar vueltas a una botella. Y era de esta manera: que a quien señalaba el gollete cuando la botella se paraba debía despojarse de una prenda. Al poco rato terminaban todos riendo y en cueros. Se conoce que en otras ocasiones se distraían con otros regocijos, pero el resultado no variaba.

Toda la carne desnuda que vi aquella tarde desde nuestro escondite fue la espalda pálida de mi prima. Sentí que me apretaba la vergüenza, no quise ver más y me marché.

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