En los límites de la valla metálica de color amarillo, recubierta por un seto de hierba artificial que delimitaba el espacio entre ese lugar y el resto de la falda del monte Ulía, contemplando impasibles a los advenedizos, separadas por árboles centenarios y muros de piedra forrada de hiedra, se erigían villas de tres y cuatro plantas pintadas en colores suaves. Todas habían pertenecido a familias de la más poderosa burguesía industrial guipuzcoana de comienzos del siglo XX. De ellas, sólo Gure Ametsa estaba habitada por particulares, el resto se habían ido cediendo a instituciones públicas y eran utilizadas como centros de día para disminuidos psíquicos o para rehabilitación de drogadictos, desde comienzos de los años ochenta. Allí vivía Federico Echeverría, el último descendiente de los astilleros Echeverría, inválido desde hacía más de una década. Era quien había vendido los terrenos promotora para construir los adosados. El pagó el impuesto revolucionario a ETA cada vez que recibió la consabida carta, hasta el derrame cerebral que le obligó a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas. Desde ese momento pensó que no iban a matar a un viejo que no podía ni valerse por si mismo y decidió ahorrarse ese dinero, más como pequeña victoria después de tantos años de miedo y angustia que por un criterio económico. El resto de sus vecinos, los Amuchástegui, Olavarría, Zabala, Fernández-Olarán y otros hacía más de veinticinco años que habían puesto tierra de por medio.
Pag.: 43