Arrancó el coche y recorrió el paseo de la concha despacio, con las ventanillas abiertas, la vista fija en la isla. Cruzó Ondarreta y enfiló hacia Igueldo. Cuando afrontaba las primeras curvas de la subida a Igueldo, Ramírez recordó aquellas bajadas a toda velocidad, derrapando, la curva de Valentín, la paella, la del chatarrero, la del Rekondo, la del Eceiza.
Recordó las competiciones entre chavales para ver quien bajaba antes en moto del Ku. Pensó en los muertos y los que se quedaron maltrechos para siempre. Qué manera más estúpida de joderse la vida, pero cuando eres joven no hay consejo que valga, uno tiene que ver las cosas por sí mismo.
Se sorprendió al encontrarse con el Ku cerrado como si nunca hubiera pensado que aquello fuera posible, y comenzó la bajada recordando sus noches en esa discoteca en la que siempre creyó que los polis que, como él, pasaban por la cara desentonaban entre chavales de la burguesía de esa ciudad.
Cruzó la ciudad y llegó hasta el final del Paseo Nuevo, abrió la ventanilla y se dejó adormecer con el ruido de las olas.
Salió del coche, se apoyó en la barandilla y recibió el salitre esparcido en el aire por la resaca. Algo que ya tenía olvidado y que le hizo sentir que había vuelto al lugar que fue suyo durante diez años.
Hasta ese momento había deambulado como un turista, pero ahí, con la isla de Santa Clara por testigo, las palabras llegaron sin necesidad de elegirlas. Casi susurrando, fluyeron una a una como si recitara una oración.
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