Recorrieron en coche la avenida de Ategorrieta y bajaron hasta Trintxerpe. Cenaron algo en el Romeral y allí Gutiérrez le dio los detalles.
——Es la nieta de Marisa, y la quiero como una hija —le dijo mientras pedían unas raciones de pulpo, de empanada y de lacón con grelos que sólo probó Ramírez.
——¿Por qué me has llamado a mí? Y, por favor, ahórrame esas chorradas de que somos amigos y de que confías en mi, porque hace veinte años que no nos vemos. Además, tú sabes tan bien como yo de que hay un noventa por ciento de posibilidades de que esto lo haya hecho alguien de dentro -—le dijo Ramírez.
—-——Por eso te he llamado, por eso ——le contestó el rubio, bajando la voz, tras girarse para comprobar que no hubiera nadie atento a la conversación. Gutiérrez se había quedado mirándole fijamente, con las palmas abiertas suspendidas en el aire—. Aquí vive gente importante y sienten lo que ha pasado. No quieren que les miren como sospechosos y no quiero que me jodan los negocios.
Ramirez no dejaba de admirar la capacidad del rubio para separar los asuntos, para no mezclar emociones.
El Romeral no había cambiado demasiado en esa tierra invadida por las estrellas Michelin. Ramírez tenia la sensación de que hubiera podido comer ese pulpo, la empanada y el lacón cualquiera de los días en que paraban por allá en los años ochenta. Les obsequiaron con dos chupitos de orujo que Ramírez probó y se pidió un etiqueta negra con hielo que se fue terminando mientras Gutiérrez hablaba por teléfono con Marisa y con la ertzaintza.
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