Algo que nunca debió pasar, Mirador desde Ulia

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Ramírez no pudo evitar detenerse a contemplar el espectáculo de los coches remontando el Paseo de Colón y las olas batiendo la arena de la playa de Gros. Al fondo, el Urumea cruzaba el último puente antes de llegar el mar. Más atrás, la bahía con la isla iluminada en medio y el monte Igueldo cerrando el círculo. La ciudad más bella del mundo para muchos de sus habitantes se extendía a sus pies con ese aire tan inocente, pensó Ramírez, que no hace sospechar que dentro de muchas de esas casas que comenzaban a iluminarse habitó la tristeza, la desesperación, la locura o el caos. Cuando bajaba despacio la cuesta de Ulía, mirando por el retrovisor después de cada curva, deseó con todas sus fuerzas no tener que hacer lo que iba a hacer. No quería dar la razón a los Maqueda y los Gutiérrez y, por encima de todo, sabía que estaba a punto de retroceder a los tiempos donde el miedo y el dolor impregnaban su ropa y los gritos de súplica quedaron alojados para siempre en los calabozos de su cerebro. Había salido de ahí y ahora tenía que volver a ese lugar donde sólo los enfermos de maldad se sienten cómodos.

 

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