Algo que nunca debió pasar, Manifestación en el Boulevard

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ketari

Unos meses después de llegar a su destino en San Sebastián hicieron una redada, más grande de lo habitual, al acabar la manifestación del sábado en el boulevard. Tomaron la Parte Vieja y persiguieron a los que corrían, sin tregua, sin dejarles, como otras veces, que encontraran refugio en bares, en las calles del fondo o en la subida a Urgull. Pegaron con rabia a todo el que les pareció sospechoso de haberles tirado piedras o de cruzar coches. A veces solían pedir a los que andaban por la calle con pintas de revoltoso que les enseñaran las manos, ese día no, ese día pegaron a cualquiera menor de treinta que estuviera por allá.

Eran tiempos crueles. A finales del verano anterior se habían cargado a un chaval al lado del Gobierno Militar. Méndez sacó la pipa y le disparó desde unos diez metros sin darle ninguna opción. Como si tirara al blanco. Luego se alejó y el chaval quedó tumbado encima de un charco de sangre. Unos médicos de la Cruz Roja llegaron corriendo desde el Náutico y ellos, al principio, les impidieron acercarse, sin saber muy bien ni por qué lo hacían. Desorientados, sólo les preocupaba imponer su autoridad, sin sentido. Al final vino una ambulancia y se llevó al herido. Murió al poco rato de entrar en el Hospital. Era muy joven. Aquello fue una más. Todo iba muy rápido. Se cometieron errores. Pero había que estar ahí, vendido, en la puta jungla. Había mucho zumbado en el cuerpo pero nadie hacía nada.

Ese sábado, después de entrar por la calle Aldamar y apartar los coches que estaban cruzados, corrieron detrás de un grupo que se refugió en el Txalupa. Les dio tiempo a cerrarlo, pero ellos golpearon en la persiana hasta que abrieron.

La calle era suya, no dejaron alternativa. El subidón de adrenalina, la boca seca, el cuerpo tenso, las pupilas dilatadas, sin rastro de cansancio aunque ya llevaba unas cuantas carreras con todo el equipo. El objetivo era hacerse respetar y para eso había que repartir hostias. Así se lo explicaron. Tómate ésta. Le dijo el cabo antes de salir y le pusieron en la mano la pastilla que parecía una aspirina Esa pastilla blanca le había sumido en un estado de alerta desconocido hasta entonces. No se le pasaba el mínimo detalle, no se distraia ni se cansaba. Percibía cualquier movimiento a la primera. Pegaba con precisión y firmeza. Controlaba aquello, el corazón latía más acelerado de lo normal; pero no estaba nervioso. Sin miedo. Invulnerable. Sólo recordaba unas pocas instrucciones, las cuatro cosas que les repitieron antes de salir del cuartel y durante el trayecto. Si alguien se mueve, le das un porrazo, ten cuidado con las encerronas, no te quedes solo. No dudes y no te caigas. Si te caes te lloverán patadas.

Para templar los nervios, le dijeron, y le pusieron la pastilla que parecía una aspirina. Un trago de Dyc y a la conejera. Aguanta, fue la última orden que escuchó, y él aguantó.

El dueño se llevó la primera hostia por tardar en abrir y después se dispusieron a hacer el pasillo sin miramientos a unos veinte que estaban escondidos dentro del Bar.

 

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