Algo que nunca debió pasar, Mani en el Boulevard

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Cada vez que se encontraba con uno de ellos no podía olvidar los gritos de Jose Mari en comisaría. Fue una ocurrencia del Chano Maqueda, un sábado en que todos estaban calientes porque habían hecho el ridículo en las calles y cuando les dieron orden de reirarse aún sentían las pedradas en el techo de la conejera. Uno de esos días cuando les pillaban en encerronas entre barricadas, porque habían desplazado a pocos efectivos o porque salieron con pocas ganas y los alborotadores aprovechaban para apuntarse una victoria. Fue a la altura del Boulevard. Jose Mari, con los pantalones remangados, trastabillando dentro de unos zapatos rellenos con papel de periódico y una botella de Savin en la mano, les gritaba lo de siempre: txakurras, cabrones, cobardes, hijos de puta, viva ETA. El mismo número cada vez que les veía; pero hasta ese día a nadie se le había ocurrido hacer nada. No tenía sentido. Solía pasarse el dia sentado en los bancos del Boulevard bebiendo y hablando solo. Como si alguien lo pusiera ahi por la mañana y lo retirara al anochecer. A veces, los chavales le jaleaban y el contaba historias inconexas para hacerlos reír o se bajaba los pantalones eiba detrás suyo con la polla en la mano. Ése era su repertorio. Ramírez no sabía de dónde había salido ni cómo desapareció; pero se acordaba de él.

Cuando Maqueda bajó de la conejera, Jose Mari siguió chillándole hasta que lo vio las intenciones e intentó escaparse arrastrando sus zapatos de charlot por las piedras del boulevard. Maqueda lo alcanzó en cuatro pasos, le dio un porrazo, se lo llevó a rastras y lo metió adentro a empujones. Jose Mari se quedó quieto en el suelo, en silencio, con la misma cara de confusión que nosotros. Era como si alguien hubiera roto las reglas de un juego inofensivo y ahora no hubiera instrucciones para continuar.

Al llegar al cuartel Chano se juntó con dos o tres que habían estado bebiendo y desnudaron a Jose Mari. No parecia asustado ni siquiera parecía que le dolieran los golpes. Después de un rato se quedó tumbado como un animal esperando que aquello acabara. Más tarde le dieron vino y lo metieron en la, jaula de
los perros. Cuando vio a los animales, Jose Mari se pegó a la valla y comenzó a gemir. Maqueda, como buen sádico, había encontrado por fin la manera de hacerle sufrir. Los pastores alemanes se le acercaban y él suplicaba para que le dejaran salir. Los barrotes de hierro dejaban ya marcas rojizas en la piel amarillenta de Jose Mari, por su intento imposible de colarse entre ellos. Los perros ladraban agresivos y le olisqueaban, pero no le mordían. Era poco todavía. Chano y los demás jaleaban a los perros contra Jose Mari, les ponían comida en la valla y se la quitaban para irritarles. El pobre vagabundo sollozaba de rodillas. Alguien tuvo  la ocurrencia de lanzar un trozo de carne encima de Jose Mari y cuando los perros se lanzaron por él ya no pudo aguantar más y se puso a correr enloquecido, chocando contra las vallas y volviendo a levantarse para volver a chocar como si el pánico le hubiera privado de la vista. Los perros ladraban y gruñían, algunos tan asustados como el propio Jose Mari. Un pastor alemán se le echó encima y le mordió en la pierna. Fue cuando Ramírez intervino, entrando con un palo para separar a los perros. Ese grito de pánico que soltó Jose Mari se le quedó incrustado como un clavo en el cerebro, para siempre. Era un gemido desde lo más profundo de ese hombre sin orgullo, sin pasado y sin futuro que ya no volvería a gritar delante de las conejeras y que ignoraba que si hubiera sido devorado por los perros del cuartel nadie habría reclamado su cuerpo.

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