Se giró hacia la bocana del puerto y recibió una brisa agradable en la cara. Lo consideró un buen presagio. Había aprendido a disfrutar de las cosas que la vida ponía en su camino, por pequeñas que fueran. Qué remedio. Entró al bar de enfrento, sintiendo a cada paso el viento del mar pegado a la espalda como si le indicara el camino y pidió un bocadillo de tortilla y una caña. El pan estaba tierno y la tortilla recién hecha, jugosa y con cebolla, como le gustaba. La caña fría, con la espuma justa, bien tirada. Se la bebió en dos tragos antes de probar la tortilla y pidió otra. Remató con un café doble y pidió un farias. No solía fumar puros, pero un pescador jubilado pidió uno y le apeteció. El bar estaba decorado con fotos de la Real Sociedad de principios de los ochenta y algún recordatorio de presos de ETA que llevaban tiempo en chirona. Nadie le prestó atención y se fue. Había que trabajar.
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