Ramírez salió del coche y miró en dirección opuesta a la urbanización, hacia los bloques que flanqueaban la autopista, levantados en las colinas sobre el puerto de Pasajes. Sus perfiles rojos recortados por la última luz de un sol que se había dejado Ver sólo al final de la tarde, le hicieron prestar atención a las torres. Estaba seguro de que si se acercara vería varios balcones cerrados con perfiles de aluminio y cristal traslúcido a través del que se adivinaría el naranja de las bombonas de butano, algún perro pequeño y otras cosas que siempre iban a parar ahí, como tambores de jabón, baldes y juguetes abandonados. Conocía bien esos pisos que encerraban tantas ilusiones y también muchas frustraciones, como su propia casa de Roteta o la de su padre al pie de la M—40. Paredes que acogen el entusiasmo de las parejas jóvenes, como lo fueron ellos en un tiempo y, con suerte, son testigos de la vejez y sus miserias, de su hastío y de su miedo a morir. Apartó con la mano un mosquito y también esos pensamientos. Pronto se encenderían las luces de todos los edificios y la autopista sería un reguero de luces en ambos sentidos. Siempre le había parecido que Ategorrieta y sus casas centenarias separadas por un kilómetro escaso del barrio de La Paz y, más allá, de Altza, Larratxo y Pasajes componían un único conjunto. En los setenta y los ochenta, los obreros sabían donde vivían los patronos y éstos divisaban fácilmente los barrios de aluvión donde dormía su principal fuerza de trabajo. Así todo estaba más claro, pensó Ramírez, a un lado los ricos y a otro los pobres. Sin chorradas, pobres y ricos, para qué decirlo de otra forma. _
—Ahora aquello está muy bien, ya no hay problemas de droga, ni antros, ni robos. El alcalde mete pasta por un tubo porque allí tiene a sus votantes más fieles ——comentó Gutiérrez señalando con el pitillo encendido como si hubiera leído los pensamientos de Ramírez—. Vaya tiempos, ¿te acuerdas?
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