Anselmo siempre venía a su cabeza cuando rememoraba estas situaciones. A comienzos de los ochenta, en una de las plazas que formaban en el centro de las manzanas de casas del barrio de Amara. Anselmo López acababa de arrancar el coche para llevar a sus hijos gemelos al médico. No había muchos policías que vivieran fuera de las casa cuartel, no obstante, Anselmo decía que estaba integrado porque se había casado con la hija del Bar Obradoiro que había llegado a San Sebastián siendo una niña. En Bilbao era más normal, pero en San Sebastián los policías evitaban vivir en las ciudades. Amara era un barrio nuevo. algo desordenado con plazas interiores donde se aparraban los cochesentre charcos de aceite y agua sucia, hierbajos y musgo. Un barrio de clase media con vida, partido por el vial de acceso a la autopista, donde convivía gente variada y se podía encontrar de todo en unos cientos de metros cuadrados: bares, supermercados, sucursales de bancos, talleres y puti clubs. A Ramirez le gustaba esa mezcla. Mujeres guapas que salían a trabajar con aire despreocupado y bares donde no te miraban con recelo. Había algunos garitos problemáticos donde los jóvenes iban a comprar hachís y algunos yonkis que trapicheaban y daban algún “palo" de vez en cuando, pero en general no había de que preocuparse.
El Gobierno civil y la oficina del DNI harían que fuera una zona por donde pululaban policías y donde ETA se había cargado ya a unos cuantos.
Un día de otoño, sobre las seis de la tarde, Ramírez tomaba cubatas, jugándoselos a los chinos, con Maqueda, Gutiérrez y otros en el Dallas cuando sonó la explosión. En esa época nadie preguntaba, todos sabían de qué se trataba. Cuando llegaron a la plazoleta se encontraron con el humo y a Anselmo abrazado a su hijo de dos años con las piernas y los dos brazos colgando y la cabeza destrozada. Irreconocible. Ramírez sacó al otro gemelo que sangraba del oído y lo tuvo en brazos hasta que llegaron las ambulancias. Anselmo no quería soltar a su hijo y chillaba una y otra vez. "Ya me lo han matado estos hijos de puta, ya me lo han matado." Por entre la ropa tendida en los balcones se asomaban cabezas y enseguida el lugar se llenó de curiosos. La mujer de Anselmo apareció chillando. Se agarró al cadáver de su hijo y lo besó manchándose de sangre. No hubo manera de separarles y ella subió dentro de la ambulancia con los restos de su hijo en brazos al hospital. Ramírez no pudo evitar ver algunos dedos caídos y un pedazo de carne sanguinolenta que dejó durante mucho tiempo una mancha oscura en el asfalto de la plaza. Después, a medida que pasaron los días, volvieron a los cubatas de media tarde. Algúnramo de flores se marchitó atado con celo en una farola y eso fue todo. Si ellos regresaban a sus costumbres, con mayor razón lo hacía la gente del barrio que sólo quería seguir viviendo en paz. Ramírez sabía que por muy grande que fuera el horror, todo continuaríaigual y pedir a la gente que hiciera algo que cambiara aquello era como querer impedir que saliera el sol. Quizás la única manera hubiera sido obligar a que todos los que vivían allí miraran los deditos tirados en el asfalto y a una madre aferrada al cuerpo descuarrizado de su hijo. O quizás no, porque sólo imaginarse a esos dedos ensangrentados que ya no sostendrán ningún lápiz, ni se meterán en la nariz para sacarse los mocos, disuelve cualquier esperanza en el ser humano como una mariposa en un vaso de ácido sulfúrico.
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