Frente a los matorrales que rodean a un colegio abandonado, entre los barrios de Loiola y Martutene, en uno de los pocos lugares que le recorda todavía al San Sebastián que él conoció, estaba el grupo. Gritos, sollozos, tensión, policías, un médico, un juez, dos ambulancias y el cadáver de una niña tumbada en una zanja que se adivinaba por debajo de una tela dorada. Unos metros más allá un hombrecillo de aspecto inofensivo, con la estupidez congénita pintada en la cara y las manos esposadas, miraba de reojo, sin rastro de inquietud, como si aquello no fuera con él.
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