Desde la ventana de la pensión que le había reservado el chino se veía la Plaza de la Constitución. Bajo los soportales ya no había yonkees ni tampoco antros donde vendieran droga. Todo estaba limpio y parecía seguro. Intentó encontrar algún lugar conocido. Donde estaba el bar de Bilba había una tienda de camisetas, la Maruja había cambiado de ambiente, ni siquiera Casa Caballero existía. Llegó hasta la iglesia de Santa María y subió por las escaleras del atrio, el Akerbeltz estaba abierto y entró. Todos se giraron y, por un momento, pensó que no había estado alerta, que había ido demasiado lejos; sin embargo, enseguida la camarera le preguntó qué quería y la gente volvió a lo suyo. Le miraban porque no era un habitual. Nadie pensó que fuera un madero, sólo un cincuentón despistado con un traje marrón y unos mocasines granates. Con esa indumentaria desentonaba como si estuviera desnudo en misa. Eran chavales que mataban las últimas horas de un lunes de junio. Conocía el lugar, antes lo regentaban unos hermanos conocidos en la Parte Vieja, aquella podría ser la hija de alguno, se dijo.
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