a las 10 en casa (pag. 87, 91 y 93)

Libros

rocio

La Esmeralda era una tienda muy pequeña frente a la iglesia de San Ignacio con el repetido cartel: "se cogen puntos a las medias y se cambian fotonovelas", donde vendían todo tipo de complementos a nuestros juegos, desde cromos para voltear o coleccionar, txibas, cordones, chinchetas, canicas de barro y cubanas, y lo más eran los pistones que al raspar se encendían, como los garbanzos que explotaban al chocarlos contra el suelo.

Me enamoré de mi profesora en las Escuelas Francesas, madame Stinus, en aquel magnífico edificio del paseo de Francia, que era escuela y consulado a la vez y se distinguía no sólo por el gallo y la bandera francesa, su seña de identidad era un conserje con pelo únicamente en las patillas, dejado crecer de manera que cubría desde allí toda su cabeza, dándole mil vueltas sobre su cráneo y pegándolo con gomina. A mediodía, después de comer, salíamos disparados a la cabaña del parque Cristina Enea, escondidos con nuestros tesoros: culebras de cristal, lagartijas sin cola y moscas sin alas que guardábamos mezcladas en los bolsillos.

Seguí enamorándome de mi profesora particular de francés, en Usandizaga 1. De todas, era la única joven y guapa, y me enseñaba sobre un libro de TinTin en la enorme cocina de su casa. Vieja y fea era Miss Mary, la profesora de inglés en Atotxa, pero me daba lo mismo, se me caía la baba.

El colegio en Sánchez Toca tenía un gran patio central con un enorme lucero, una bodega donde jugábamos cuando llovía y en la que se guardaban las espadas de las procesiones y otros tesoros. En la planta baja estaba la capilla y se accedía a la planta superior por una magnífica escalera de madera. Las aulas rodeaban el patio en ambas plantas; la segunda albergaba además la administración tras una gran baranda sobre el hueco central.

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